jueves, 31 de marzo de 2016

Educar frustrando....a los niños: Con todo el cuidado, 1ª parte


El uso correcto de la frustración en los primeros años de educación del niño tiene efectos positivos en distintos aspectos de su personalidad y desarrollo social.                                                                                                 Es una parte relevante de nuestra función educativa y un recurso importante a la hora de prepararles para enfrentarse a un mundo que les limitará más de un deseo y de una expectativa.
   Todos sabemos lo que un niño puede experimentar cuando le negamos un capricho a destiempo, peligroso o
imposible de satisfacer. Es una mezcla de rabia e impotencia no exenta de una cierta tendencia agresiva a la que, cuando el deseo es imposible de cumplir, denominamos “frustración”. Ésta se produce, aunque sea vano decirlo, a todas las edades, probablemente, desde los primeros días de existencia, aunque resulta más fácil identificarla cuando la comunicación -con la aparición del lenguaje- se hace más rica y compartida, además de comprensible


 Las múltiples caras de la frustración
   A las frustraciones naturales de cada edad, los padres debemos sumarles en el que podríamos llamar el “trabajo sucio” de la labor parental, aquéllas que también convengan para la construcción adecuada de su carácter. A este tipo de frustraciones las hemos llamado programadas, pues tenemos siempre la posibilidad de prepararlas en términos generales y según la edad del niño. Así, no es lo mismo, por ejemplo, obligar a un bebé a permanecer sentado en su sitio que a un niño de cinco años.
   Desde que nacen, los niños tienen una serie de necesidades esenciales de todo tipo que deben ser correctamente satisfechas por sus progenitores: la comida, el sueño, la proximidad, el trato comunicativo, el cariño y la higiene son, tal vez, las más básicas. Negarle cualquiera de ellas sería una negligencia alejada de la idea que pretendemos transmitir.


   Otra de las necesidades del bebé indicada por los expertos es la seguridad básica, que incluye la forma en que el recién nacido percibe el mundo que le rodea y del que depende completamente en los primeros días de su vida. Del modo en que sea atendido en sus necesidades biológicas y emocionales dependerá, en buena medida, el grado de confianza que empezará a desarrollar en la posibilidad de obtener del mundo la satisfacción de sus deseos y necesidades, partiendo de la alimentación como primera de ellas, más sin relegar a un lugar peor el imprescindible respeto.
Querer no es poder
   Hacia el final de su primer año, aparece la necesidad de poner los primeros límites a ciertos deseos del pequeño. Sus nuevas capacidades, como la de poder acercarse por sí mismo a determinados sitios o la de reconocer objetos de su entorno e incluso pedirlos a los mayores, no le proporcionará únicamente satisfacciones. La diferencia entre el querer y el poder le provee de nuevas frustraciones, como cuando pretende acercarse a la barandilla de un balcón o al fuego de la cocina y se encuentra con nuestra negativa, necesaria para protegerle de peligros domésticos. Conviene, pues, estar preparados para decirle “no” sin exaltarnos ni agredirles -gritar sin necesidad es una forma de agresión-, y apartarle del peligro si es preciso.
   No obstante, en aquellas ocasiones en que suceda algo inesperado -la imaginación de los pequeños es capaz de poner a prueba toda nuestra capacidad de previsión-, lo fundamental será actuar rápida y serenamente, sin tratar de justificar brusquedades de ningún tipo,


Díselo hablando: te entenderá mejor

    Cuando nuestro hijo empieza a decir sus primeras palabras, podemos usar el lenguaje para ir poniendo límites razonables a su conducta.
   Además, la vida ya se habrá encargado, en los primeros dos años, de enseñarle que muchos de sus deseos no son siempre satisfechos, debiendo aceptar una realidad que se le impone, por ejemplo, cuando empieza a ir a la guardería.
   Pero esto requiere que estemos dispuestos a aguantar, en ciertas ocasiones, sus negativas iniciales en forma de llanto. Saber responder a su impaciente cabezonería con decisiones razonables o condicionadas es tan importante como atender adecuadamente al resto de sus necesidades. De este modo, el niño de dos años debe ir aprendiendo
a lavarse las manos antes de comer, le parezca bien o no, ir a la cama a una hora adecuada a su edad, etc. Por contra, ceder sin justificación si el niño se opone, no hará más que dificultar su proceso educativo.
   En general, habituarles a una serie de rutinas y darles cierto margen de elección les servirá para superar esta dura etapa que dará lugar, como decíamos, a otra mejor: la de los tres años. A esta edad, ya habremos hecho todo un trabajo frustrador no exento de cariño, respeto, ternura, cuidado y comprensión. Entonces, el niño habrá conocido ya la seguridad de nuestra cercanía y disponibilidad y la libertad para hacer algunas cosas por sí solo.
   Debemos reiterar que de poco sirve actuar bien respecto al niño si nuestro ejemplo contradice los mensajes que le transmitimos. Además, los padres debemos tratar de ponernos permanentemente en la piel del niño para cubrir adecuadamente sus necesidades.

 

 

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